De vuelta a la rutina (Ares Wellington)

Acceder a la Sala Común de Ravenclaw no era fácil. Había que resolver un acertijo que te proponía el pomo de su puerta para poder entrar y éste no solía ser fácil ni mucho menos. Muchas veces se formaban colas de alumnos que trataban de dar con la respuesta correcta hasta que llegaba alguien que la pronunciaba o esperaban a que La Dama Gris o el Rector les ayudase. Dentro, la Sala Común estaba repleta de estanterías de libros y adornada por la estatua de su fundadora cerca de las escaleras que daban a los dormitorios. A la izquierda, los chicos. A la derecha, las chicas. Y en la cúspide de la torre estaba la habitación del rector, a la que nadie accedía. Nadie salvo la única con la confianza suficiente para hacerlo y que irónicamente no pertenecía al mundo de los vivos.

Wellington sintió el contacto gélido y agonizante de la mano incorpórea del fantasma sobre su hombro. Suspiró y se apartó de la ventana mientras miraba a la Dama Gris. Ella sonreía con gentileza, pero Wellington no era muy diestro en sonrisas y se limitó a saludarla con un asentimiento de cabeza. El profesor era uno de los pocos hombres maduros que podían acercarse a Lady Ravenclaw sin que esta retrocediera asustada, así como ella era la única mujer libre de acceder a sus pensamientos sin que Wellington se mostrara hostil. La respetaba por ser hija de quien era y por su buen juicio. Siendo pocas las tardes que Wellington tenía libres de trabajo, decidieron bajar a la Sala Común y charlar sentados junto al fuego. No tenían mucho que contarse acerca de sus vidas que no conocieran ya, pero podrían debatir otros asuntos más acuciantes o de mayor interés. Cuando bajaron, sin embargo, comprobaron que no estaban solos.

— Buenas tardes, señorita Potter.

La voz grave y serena de Wellington se alzó con naturalidad y se hizo oír sin necesidad de gritar. Tras él apareció la Dama Gris, quien hizo una reverencia al reconocer la tonalidad rojiza del cabello de la muchacha.

Potter siempre había sido una muchacha muy esquiva en comparación con sus hermanos. Pero era inteligente y tenía ganas de aprender. Eso le bastó para que el Sombrero Seleccionador la depositara en Ravenclaw y Wellington le diera la bienvenida. Sin embargo había ocasiones en las que al profesor le costaba más distinguir el águila que la muchacha llevaba dentro. Un recorrido rápido con los ojos le bastó para percibir tanto el libro que llevaba, como la herida de una de sus manos. Wellington entrelazó ambas manos a la espalda con aire de desaprobación al oír que la muchacha se dirigía a él por su nombre de pila.

— Profesor Wellington, señorita Potter—la corrigió con amabilidad. De haber sido alumna de otra casa distinta la habría regañado.

La Dama Gris sonrió y se cubrió discretamente los labios para ocultarlo. No solo le divertía la actitud de Wellington, sino que ya se lo había dicho en más de una ocasión. El profesor la miró con una ceja alzada y ella le devolvió la mirada desafiante. El mismo carácter de su condenada madre. Y como las mujeres tienen una influencia asombrosa sombre los hombres incluso estando muertas, Wellington terminó apretando los labios, se balanceó sobre sus talones y giró la cabeza para mirar de nuevo a la más joven de la familia Potter.

— Eso no tiene buena pinta—remarcó mirándole la mano—, ¿cómo se lo ha hecho?

Evidentemente la Dama Gris no era mujer de conformismos. En vida fue tan testaruda como su madre. Testarudez que podía tornarse en perseverancia y que, según decían, era junto con su orgullo las únicas cualidades que poseía como una verdadera Ravenclaw. A menudo la criticaban alegando que solo pertenecía a esta casa por ser hija de la fundadora y que no poseía la inteligencia necesaria para ser un águila. Ares leyó en su rostro su orgullo herido y le dirigió una mirada tranquilizadora que ella captó erróneamente como una advertencia. Ofendida por el silencio de Potter y el gesto de Wellington, el fantasma se elevó y desapareció tras las estanterías con una despedida tan fría como elegante. El profesor supo que pasarían varios minutos antes de que Helena dejase de lado su enfado, meditase con claridad y se diese cuenta de que su reacción no tenía ningún sentido. Después, probablemente, buscaría hacer algo para compensar a la alumna y al maestro sin necesidad de pedirles disculpas de forma directa. Así era Helena Ravenclaw.

La siguiente pregunta dejó mudo a Wellington. Arrugó la frente y tomó entre sus manos enguantadas -siempre enguantadas- el libro que le mostraba Potter. Observó la portada con interés antes de que su mirada se volviera distante. De pronto sentía que se le revolvía el estómago a una velocidad vertiginosa.

- Sí, se usaron en la escuela- respondió con voz solemne-, y se llevaron muchas vidas por delante en esos días. Muchas de esas vidas pertenecían a miembros de tu propia familia.

Hubo algo en la voz de Wellington que daba a entender su descontento en la conversación. Dureza y severidad, tal vez, así como la forma que tuvo de sujetar el libro contra su pecho ayudándose del brazo izquierdo.

- No me parece que las maldiciones imperdonables sean un tema de conversación apropiado para una joven como usted, señorita Potter- atajó inmediatamente.

De hecho le preocupaba. La última vez que un supuesto profesor trató de enseñar algo semejante fue en su misma asignatura, Defensa Contra Las Artes Oscuras, y bajo la apariencia de Alastor Moody, más conocido como Ojoloco. La diferencia y gran problema era que aquel profesor no era realmente el difunto Moody, sino un mortifago disfrazado con poción multijugos. Wellington conocía la historia y el desenlace de aquella clase porque el profesor Longbottom tuvo a bien contárselo en persona. A pesar de no ser más que una anécdota, Neville aún se estremecía al recordar los espasmos de la araña que le tocó observar en primera fila por orden del mortifago.